lunes, 10 de septiembre de 2012

Iggysh


Iggysh, era el más verde duende de los bosques de Fraderial, y el más alto gigante de las Colinas Rosas, y la más preciosa sirena de los Mares Locos... Iggysh era todas esas cosas y alguna más. Pero lo que Iggysh nunca había sido es alguien perezoso…
Nació un buen día en los Acantilados de Ida y Vuelta, nació de dentro de una orquídea blanca que crecía entre las rocas; así que lo primero que hizo Iggysh al nacer fue aprender a volar…
La experiencia de volar le pareció magnífica… y se dedicó en cuerpo y alma a conocer el mundo en el que había nacido.Fue entonces  cuando descubrió que sabía todos los nombres de lo que veía: Iggysh vio las Tierras Acuosas, los Mares Terráqueos y el País Ambulante, vio también el oriente y sus dos Imperios, SI y NO, vio el Continente de Broma y la Unión de Naciones y Nociones…
¡Vio tantas cosas que deseo tener menos ojos y más memoria porqué temía olvidarse de todo aquello!
Un día Iggysh se dijo así mismo que como ya había visto el mundo entero ya solo tenía que vivir en él… “¡Que tarea más compleja!” Le pareció.
Así que comenzó a buscar: las llanuras le parecían hermosas pero estaba un poco cansado de ellas, las alturas le darían la libertad de la visión total pero también estaba cansado de ver tanto, sin embargo las profundidades eran oscuras, frías y no las conocía. Por tanto él pensaba encontrar en ellas la ansiada esclavitud y la oscuridad total: el deseaba ser preso y ciego por que la libertad le abrumaba y la vista le cansaba.
Partió pues a las Montañas Inversas, donde la cima era más ancha que la base, y buscó en ellas una cueva.
En ella encontró un recoveco lo suficientemente pequeño para estar cómodo pero aprisionado, y lo suficientemente oscuro para no ver nada ¡Que feliz era! Con sus sentidos aletargados en la oscuridad total y aprisionado en cuatro paredes Iggysh se sintió tranquilo.”Aquí no hay nada que percibir”-se decía- “Aquí mis ojos descansan y mi memoria no se siente abrumada”.
Y allí se quedó mucho tiempo hasta que un día oyó una voz. “Iggysh... Iggysh... ¡despierta! Al principio Iggysh no sabía que era lo que pasaba ni de donde venía ese sonido. “Iggysh, es hora de salir Iggysh” le decía esa voz tan cercana.
Miró a todos lados y evidentemente, no vio nada. A pesar de eso tocó todo el recoveco y descubrió que era imposible que allí hubiese alguien más.
“Iggysh soy yo, ¿no me reconoces?” Iggysh se asustó. Había notado que su boca se movía cada vez que oía esa voz, que su garganta vibraba y que su lengua jugaba dentro de su paladar. “Iggysh, ¿es que no me oyes? es hora de salir”
Poco a poco Iggysh intentó articular alguna palabra entre sus labios y, lleno de miedo preguntó “¿Quien eres?¿Porqué tengo que salir?”
Desde ese momento Iggysh no volvió a oír esa voz pero las preguntas que había hecho resonaron en su cabeza plantando la semilla de la duda y el interrogante.
Fue así como Iggysh se sintió impulsado a salir de su recoveco para contestar esas preguntas. Fue justo después de aprender a hablar, porque la segunda cosa que aprendió Iggysh al nacer fue  hablar.
Aquel fue un descubrimiento maravilloso, Iggysh había aprendido a comunicarse.... “¿Pero con quien voy a hablar?” Iggysh, se preguntó eso de inmediato y dedució que debía hablar consigo mismo. Así se pasó Iggysh otra época, no muy larga pero si intensa donde se contó a si mismo todo lo que había visto, hablaba de los retuercanos que pacían en los valles, de las altas copas de los Árboles de Zinc y de los colores de las Ciénagas Grises.
Un día Iggysh pensó que no tenía sentido hablar consigo mismo, “Ya conozco todo lo que me cuento, es estúpido”. A Iggysh solo no le gustaba una cosa y esa era perder el tiempo. No sabía que hacer. Iggysh estuvo muy triste por esa época. Solo podía pensar en que no tenía nadie con quien hablar e incluso llegó a pensar que nadie más que él sabía hablar ya que nunca se lo había visto hacer a nadie. Pero fue entonces cuando Iggysh se acordó de la orquídea donde había nacido, y recordó que había muchas orquídeas blancas que miraban al sol y entonces, lleno de emoción, pensó que debía haber otros como él que naciesen en los Acantilados de Ida y Vuelta.
¡Que feliz se puso Iggysh! Seguro que había otros como él y él les podía contar todo lo que había visto y vivido, y así hablar con alguien.
Y como su nombre ya indicaba, Iggysh que partió de los acantilados volvió a ellos para buscar un compañero con él que hablar. Salió y voló, voló rápido lleno de emoción y por fin los encontró, altivos frente al mar, donde habían estado siempre no como el País Ambulante que siempre cambiaba de sitio.
Iggysh estuvo mucho tiempo esperando a que naciese alguien, sobrevolando las orquídeas blancas una y otra vez mirando de una a otra todo el rato. Iggysh llegó a pensar que realmente nunca nacería nadie de esas flores.
Entonces, de una pequeñita orquídea que casi había pasado desapercibida para Iggysh, vio un movimiento y lleno de emoción se acercó a una roca cercana donde vio nacer de los estilos de la orquídea a un pequeño amigo...
Se miraron y sonrieron los dos: “Hola! Soy Iggysh” pero el pequeño no contestó. Iggysh pensó que hablar no había sido lo primero que había aprendido al nacer y se rió de si mismo por no haberse dado cuenta antes de lo estúpido que estaba siendo. Tambien se dio cuenta de que aunque el al nacer sabía su nombre, como también el nombre de todas las cosas. no podría habérselo dicho a nadie por tanto bautizó al recién nacido como Pequeño.
Fue entonces cuando Iggysh habló movido por una novedosa fuerza en él: “Pequeño, ahora que has nacido debes aprender a volar, debes salir de esa orquídea y surcar los cielos para conocerlo todo. Yo iré contigo y te contaré que es lo que vi yo y juntos aprenderemos todo lo que hay que saber y juntos vendremos a buscar a más como nosotros cuando estos nazcan, y cuando sepas hablar ¡ya me dirás tu nombre!"
A los pocos días Pequeño sabía volar y juntos emprendieron el viaje para que Pequeño pudiese ver con sus ojos que son cada uno de esos nombres que tenía en la cabeza.
Y así Iggysh aprendió la tercera cosa en su vida, aprendió a compartir, y con ello a vivir en un mundo no solo a recordarlo, verlo y definirlo.

El Pintor llevaba apoltronado en el sofá varias horas, miraba un lienzo blanco fijamente sin pestañear. No había forma de pintar y tampoco tenía la cabeza para hacerlo. El estudio estaba lleno de humo, el cenicero rebosaba a colillas de algo más que cigarros. El Pintor lamentó no saber escribir, pero ese no era su don. Tampoco le molestaba mucho sabía a quien contarle lo que se le había ocurrido, ella sabría hacer algo con esa idea...